
Sembraste en mi
improductiva costa
la simiente de una
flor muy delicada,
con los pantalones
recogidos
y tu solícito
semblante,
acudías cada noche a
regar la joven planta.
Abonaste en cada luna
sobre una tierra
perecida
que lloraba todos los
anocheceres
y sonreía todas las
mañanas
por un sustrato que
tenía y lentamente, la mataba.
Limpiaste tú solo esa orilla,
cuidaste hasta el
último grano de arena,
incluías en tus afanes
el hablarle
y cuando le susurrabas
tus melodías
el azul intenso se
descubría en la marea.
Creciste con tus
atenciones la semilla
brotando de ella los más hermosos tallos,
que en la época de
sazón, inesperada,
ello te dio para nuevas
y hercúleas flores
que consiguió formar
un vergel, en esa triste playa.
Enraizaste en el
oleaje sus rizomas
y en la sal,
provocaste un balsámico efecto.
Transformaste con el
aire y la voluntad de tu corazón
una semilla, el medio
y la excesiva densidad
del líquido elemento.